© Patricia Karina Vergara Sánchez
pakave@hotmail.com


DOCUMENTOS DE PENSAMIENTO LESBOFEMINISTA

Cuando quiero decir lo que miro en mi realidad cotidiana, me busco en un lugar distinto. Yo que hablo una lengua de mujer, nos reconozco, me reconozco en la ovarimonia, en la palabra dada por las mujeres a partir de la experiencia que pasa por nuestras cuerpas y desde nuestros pensamientos y ejercicios reflexivos, aquella que no necesita ser validada desde la lógica y la razón que rigen hoy a un sistema mundo que no es nuestro.


viernes, 8 de diciembre de 2017

CUANDO “AULA” SE DIGA EN FEMENINA, PEDAGOGÍAS Y EJEMPLOS

(Ponencia presentada en el Primer Encuentro Metropolitano de Educación)

Patricia Karina Vergara Sánchez

Pakave@hotmail.com



Mi nombre es Karina Vergara, soy lesbofeminista y docente en tres escuelas públicas de educación superior.

He respondido con gusto a esta convocatoria porque me parece que es indispensable que las docentes y los docentes nos interpelemos constantemente sobre algunas de las formas en que la educación que hoy impartimos sigue manteniendo vivos los mandatos tradicionales de la feminidad, la masculinidad y la heterosexualidad obligatoria[1], mandatos que apuntalan las relaciones opresivas entre hombres y mujeres en nuestras sociedades. Por ello, pienso que estas interlocuciones son oportunidades para proponernos estrategias transformadoras.

Comienzo por compartir que quienes asisten a las clases que imparto son jóvenes, de 19 a 25, años en su mayoría, del área metropolitana Ciudad de México-Estado de México.

Estos dos datos sobre la población estudiantil son relevantes en el sentido de que pueden remitirnos a considerar que ser joven y vivir en México en esta generación, es pertenecer a la era de la desilusión. Es decir, generaciones atrás, quienes impartimos clase, podíamos ponernos de pie ante el grupo y asegurarles que si estudiaban y se esforzaban obtendrían mejores empleos y mejor calidad de vida, o lo que la idea desarrollista vende como buena vida: Un auto, una casa, vacaciones en alguna playa.

Hoy, el avance despiadado del neoliberalismo que todo lo devora no nos permite hacerles esa oferta con honestidad. No podemos garantizarles el acceso a empleos bien remunerados, ni seguros médicos, ni pensión para el retiro, ni vacaciones pagadas. Vamos, ni siquiera jornadas de ocho horas o días de descanso. Tal como está el actual mundo laboral, los derechos de quienes trabajamos por un salario han sido despedazados a dentelladas feroces por el capitalismo salvaje. Las y los jóvenes ya lo saben, lo viven, los chicos del área metropolitana engrosan las filas de los excluidos del privilegio.

Hay espacios escolares, sobre todo los privados y las llamadas escuelas “de garaje”, que, al servicio del sistema mismo, buscan vender la idea individualista y antisolidaria de “tú si lo puedes lograr”, “los pobres son pobres porque les gusta, porque no se esfuerzan lo suficiente”. Sin embargo, estadísticamente, la precarización laboral es una realidad para nuestra población, pese al esfuerzo individual.


También, otro rostro del mismo capitalismo salvaje se les presenta ante ellas y ellos constantemente en las ofertas laborales del narco y la delincuencia organizada: "No vivirás muchos años, pero viviràs con lujos mientras no te maten", y hay a quienes les resulta una oferta atractiva.

En otro aspecto del mismo fenómeno, los grandes movimientos sociales e ideas revolucionarias que en otras décadas movían a la acción a cuerpos estudiantiles en busca de transformaciones sociales se encuentran silenciados, contenidos, acosados, y están muy lejos de los debates en los salones de clase.

Así, estamos hablando de una generación con ambiciones acotadas y utopías amputadas.

A causa de todo ello, con ellas y ellos, es preciso, urgente, mantener-despertar el interés por el conocer, por el discutir, por el pensamiento crítico, porque, justamente, la apuesta neoliberal es por sembrar la desilusión, perpetuar el convencimiento de la indefensión y alejar a las poblaciones de interlocuciones profundas, de la lectura, del análisis y negar la formación académica, privatizándola, para que quede-continúe al alcance de los privilegiados, generando así saberes cuya función esté al servicio de un mayor sometimiento de estas nuevas generaciones.

Entonces, desde la docencia, nos vemos en la obligación de alimentarles el deseo, compartirles la opción posible de disputar en el campo de los conocimientos -legitimados y no por las hegemonías académicas-, los saberes y haceres con que la población menos privilegiada interpela al mundo. Proponer la educación desde otros lugares, inventarnos rutas no transitadas, alentarles a generar sus propias utopías. Así, tenemos la tarea de inventar otras respuestas, colectivizar las preguntas y las respuestas para poder responder y respondernos en profundidad cuando nos cuando preguntan: “¿Para qué me sirve saber esto?”.

Por otra parte, a quienes imparto clase son, en su mayoría, habitantes de la zona metropolitana. No viven en la ciudad, pero tampoco en la provincia. Muchos y muchas son hijos de “trabajadores a kilómetro”[2], es decir, de personas que recorren dos, tres, cuatro horas de autopista para cumplir su trabajo en la Ciudad de México y volver a su casa, dados los costos de rentas y de adquisición de inmuebles en lugares más céntricos. Miles, millones de trabajadores que prestan sus servicios en lugares cuyas habitaciones no pueden pagar. A veces, la propia población estudiantil cumple trabajos en esas condiciones y luego viaja a la escuela, kilómetros más. También ocurre que algunos estudiantes concurran a determinado plantel no por elección académica, sino porque es el más accesible a su presupuesto, literalmente, se trata del cálculo de los pasajes que su familia sí lograría pagar. Muy escasos son aquellos o aquellas que tienen condiciones económicas cómodas. Aquellos cuyos padres tienen un negocio propio o un trabajo en el gobierno municipal, por ejemplo.

Hay otro dato que es relevante: más del 70% de la población estudiantil que yo atiendo, en licenciaturas de ciencias sociales, está conformada por mujeres.

Ser joven, del área metropolitana y ser mujer, significa pertenecer al sector de la población que es más vulnerable al acoso sexual callejero, que son constantemente víctimas potenciales de trata, pertenecen al rango de edad de las desaparecidas en el trayecto de los corredores de traslado Estado de México-Ciudad de México, son las que tienen menos oportunidades de empleo y menores salarios que sus compañeros y son, también, quienes alimentan estadísticamente el contador diario de feminicidios en una demarcación territorial, Estado de México, con Alerta de Género y en un país en donde matan a 8 de nosotras cada 24 horas[3].

En el hacer diario en el salón de clases, las estadísticas se convierten en rostros y en nombres concretos y son tremendamente dolorosas.

-Como mujer y como maestra, me siento tocada cada vez que hay una silla vacía en el aula y me entero de que es una mujer que no asiste a clases porque ha sido golpeada por un familiar o por su pareja o porqué fue agredida en el transporte público, por ejemplo.

-Me duele cuando dejan de asistir a clases porque un acosador les ha mandado amenazas por medios electrónicos y no desean encontrarlo cuando asiste al mismo plantel, o las espera fuera y no hay protocolos de protección para ellas.

-Me da rabia cuando llegan tarde porque no tenían con quién dejar al bebé, mientras el que engendró a ese pequeño y que no da pensión alimenticia, puede asistir con mayor libertad a clase, a veces en el mismo salón.

-Me desespero cuando hacen la tarea o los trabajos para el novio y lo asumen como algo naturalizado y hasta lo ríen como una gracia, cuando lo señalo.

-Me siento decepcionada cuando al pasar lista de asistencia me entero de que alguna chica no asistirá en mucho tiempo porque su embarazo no planeado se complicó y está obligada a guardar cama.

-Igualmente, cuando la chica lesbiana deja de asistir a clases por el acoso y la discriminación,

-Duele cuando una mujer que hizo una participación brillante en clase, al día siguiente no está y sus amigas me dicen en voz baja: “tuvo un problemita”, me llaman a parte y sé bien que a continuación vendrá una historia en donde sabré que la misoginia y el machismo la han alcanzado de una forma grave y que perderá días de clase o que podemos perderla a ella. El semestre pasado nos sucedió, una chica que estaba comenzando a hablar sobre la violencia del padre y de un día para otro no volvió a aparecer ni para sus amigas ni para la escuela misma.

- Se me desmoronan las esperanzas cuando estudiantes a quienes he impartido clases son denunciados por violencia sexual u otros tipos de violencia.

Dado el panorama, me parece evidente que es necesario reconocer que, a pesar de los esfuerzos conjuntos, el camino para que las mujeres en este contexto tomen clases en paz, aún es largo y nos queda mucho camino por hacer dentro y fuera de los espacios educativos.

No bastan carteles o menciones en los sitios web de nuestras escuelas que anuncien que estamos en contra de la violencia de género, o por la equidad de género, o que hagamos un periódico mural rosa sobre el tema, si lo consideramos un mero requisito protocolar y no asumimos que la transformación de las relaciones de poder entre hombres y mujeres es un proyecto cuyo leitmotiv es la vida misma de nuestras estudiantas, su supervivencia.

Es que, en muchos casos, no hemos entendido la gravedad de la situación, o, bien, estamos siendo absolutamente negligentes.

Se habla del tema, se discute el tema, los medios hablan sobre el tema, se realizan acciones al respecto y, sin embargo, parece ser insuficiente.

Hay estudiantes repitiendo los discursos recalcitrantes en donde se considera que hablar de feminicidios “es una moda”, aunque cuando nombramos mujeres asesinadas en la zona, levantan la mano para contar que la conocían, que era su compañera de secundaria o su vecina. Entonces, hablamos de una “moda” que toca en la puerta de al lado.

Se declaran aburridos de las jornadas en contra de la violencia de género, no quieren saber de más casos de violencia y, sobre todo, los chicos “están hartos de que parezca que los hombres tienen culpa de todo” y las chicas están seguras de que, si ellas son más listas o más cuidadosas, “a ellas no les va a pasar”.

Cada vez que les escucho esos discursos me conmuevo. Me conmueven sus vulnerabilidades, pero, sobre todo, su miedo enceguecedor.

Puedo leer en el discurso de los chicos el miedo a ser señalados o descubiertos como agresores, a descubrirse a sí mismos agresores, perpetuadores de violencia.

Puedo leer en las chicas el miedo a descubrir que el novio, que el amigo, puede ser uno de esos “otros” que se nombran como el monstruo, que no pueden ser ellos, pero que se parecen tanto en sus actitudes a las actitudes que se describen como de riesgo.

Por lo tanto, les proporciona cierto alivio psíquico el negar la violencia y las inequidades, señalarla como una invención de la maestra “feminazi”. Para ellas, cede la presión en el pecho y el temor si consideran la información de lo que sucede como una exageración, que no pasa, que no es real aquello que no desean reconocer en sí, en sus amigos, en sus parejas.

Es tan amenazante, tan gigante el conflicto que pareciera mejor no mirar al monstruo a los ojos, parecen concluir: “Si finjo que no lo veo, tal vez no me toque, tal vez desaparezca”.

¡Qué solas y vulnerables quedan las chicas, que son las que tienen la vida y la salud expuestas, cuando permanecen con los ojos cerrados y las manos cubriendo oídos!

Sin embargo, con todo y esas ganas de no mirar, de no saber, sí se les pregunta, nos muestran cómo actúan a diario los mandatos del patriarcado en la construcción de sus vidas cotidianas.

Antes de venir aquí, pregunté en una breve consulta a tres grupos mixtos de 40, 47 y 56 estudiantes, a quienes imparto clase, cuál era la diferencia entre una jornada normal entre un estudiante y una estudianta.

Me parecieron muy interesantes y significativas para el tema que estoy abordando, algunas de sus respuestas y por ello, las comparto;

- Las chicas, en su mayoría, se levantan una o dos horas antes que los chicos para peinarse y maquillarse. A veces el ritual comienza desde la noche anterior en donde lavan su cabello, se depilan o preparan de otras maneras.

- En dos de los grupos, las mujeres mencionaron tener que dejar hechas labores domésticas o comida preparada antes de salir de casa. En los tres grupos, mencionaron sus tareas domésticas después de llegar a casa.

- Las que son madres tienen que dejar ropas, alimentos y a les pequeñes dispuestos y llevarlos para el cuidado con abuelas o guarderías mientras ellas asisten a clases

- No es lo mismo ser hombre que mujer al recorrer el trayecto hacia la escuela, debido al acoso sexual callejero.

- Mujeres mencionaron, a veces, llegar tarde a clases por tener que esperar a que haya luz para poder transitar por calles peligrosas.

- En dos de los grupos se dieron pequeñas discusiones sobre el uso de las mujeres de la parte delantera de la camioneta combi que les transporta, el riesgo de ser acosadas por el chofer si se suben adelante; pero, también, hubo quien lo mencionó en el sentido de que podían obtener descuentos en el pasaje o favores del chofer por sentarse ahí.

- Si las chicas trabajan después o antes de clase, la ropa que es apropiada para la escuela no lo es para el trabajo por lo que llevan más ropa, accesorios y zapatos de tacón en bolsas, lo que significa cargar más cosas.

- De acuerdo con lo expuesto por los tres grupos: las mujeres son más acosadas que los hombres y quienes las acosan son hombres en el transporte público, hombres en la calle, profesores en las escuelas, policías encargados de la seguridad de los planteles en donde estudian, compañeros de escuela y conductores de bici taxis

- Las mujeres, en general, tienen más restricciones de horario y deben llegar a sus casas antes que los chicos.

- Las restricciones de horario y movilidad se reflejan en restricciones sobre a qué sitios de trabajo y salarios pueden acceder y a qué sitios de entretenimiento pueden asistir.

- Las chicas son más responsabilizadas de atender enfermos, hermanos pequeños y adultos mayores y eso se refleja en su rendimiento en los estudios

- A las mujeres las sancionan los maestros si dicen groserías y a los chicos no.

- Hay una sanción social a las chicas que no se “arreglan”.

- Los chicos pueden tener muchas parejas sexuales o muchas amigas y esa misma situación es sancionada por la propia población estudiantil cuando se trata de chicas con muchas parejas o amigos.

- A las chicas, los maestros las encargan de decorar en festividades, hacer labores de limpieza y cuidado de los espacios, coordinar actividades, pasar lista y funciones administrativas, además de tener que cumplir con los requisitos de clase. “Son más creativas, son más organizadas, saben hacer bien las cosas”, mencionan los estudiantes como naturalización de esas funciones.

- Las mujeres pelean más entre ellas, porque, textualmente: “les importan más los ideales, nosotros no nos tomamos las cosas tan a pecho” (aportación de un joven).

- Es más fácil que un maestro sea amigo de los estudiantes pues las maestras amigas de los alumnos son mal vistas y las alumnas amigas de los maestros, son consideradas oportunistas, se lee una connotación sexual en las amistades de las mujeres.

- A los hombres los ponen a hablar en eventos públicos y a las mujeres a fungir como edecanes.

- A los chicos no los favorecen tanto los maestros como a las chicas que coquetean.

- A los hombres se les pide que carguen cosas pesadas.

Estas diferencias en la cotidianidad no son meras curiosidades, son producto de los mandatos que construyen a hombres y a mujeres en nuestras sociedades. Aquí lo que vale la pena es señalar el cómo, estas diferencias en la experiencia educativa que debería supuestamente ser equitativa se convierten la formación de sujetos sociales completamente distintos.

El currículo oculto es ese que no está inserto en los programas educativos pero que también forma, son las actitudes y mensajes del entorno y de quien acompaña a quien estudia en su formación. Recordando el pensamiento de Gabriela Mistral, la enseñanza es continua: "Enseñar siempre: en el patio y en la calle como en la sala de clase. Enseñar con actitud, el gesto y la palabra" (Mistral,1979:39). Se está constantemente educando y esa educación se repite todo el tiempo en los mutilenguajes y actitudes de quienes participan en el momento del intercambio de saberes y experiencias. Como lo muestran arriba, las aportaciones de les estudiantes, es posible encontrar las manifestaciones constantes del currículo de género alrededor de todo el proceso que rodea la asistencia al aula.

Por supuesto, ésta es una muy breve aproximación, únicamente alrededor del hecho cotidiano de la asistencia clases, habría que ocuparse en otros momentos de los contenidos de la enseñanza, cuyo currículo explícito es también androcéntrico e invisibilizante de las mujeres y de sus aportes.

Sin embargo, sí nos es posible mirar en unos cuantos ejemplos expresados por estudiantes, cómo estos sujetos sociales corporizan la división sexual del trabajo. Las mujeres jóvenes con carga doméstica y restricciones de horario y de movimiento, incluso con la obligación de cumplir demandas de portar determinados aspectos físicos, se enfrentarán al mundo laboral con esas limitaciones a cuestas que no serán las mismas que enfrentan sus compañeros.

Ahora mismo, en sus primeros pasos laborales, para los jóvenes conseguir un trabajo con jornada y salario definido, aunque salgan “tarde” les es más factible que para las chicas que no tienen permitido el horario nocturno o que se saben en riesgo. Un dato que observaron los grupos de estudiantes ante mis preguntas es que con más frecuencia las mujeres venden clandestinamente dulces, comida o cosméticos dentro de la escuela y lo observaban como una ventaja, yo me pregunto qué tanto es ventaja y qué tanto una manifestación de precariedad laboral para ellas.

Estas aportaciones del estudiantado merecen un mejor y más largo análisis, pero por ahora basten para ilustrar la producción de sujetos sociales en desigualdades de libertad, acceso al ejercicio de sus derechos y de poder. Estas desigualdades generan vulnerabilidad porque en este momento histórico, en las relaciones personales, quien tiene el dinero manda, quien tiene el acceso decide y quien tiene la libertad tiene más oportunidades. Me refiero a todo ámbito de la vida, en lo psíquico y en lo físico.

Entonces, si reconocemos que el currículo de los mandatos de género corre al mismo tiempo en que impartimos nuestras asignaturas, sean de historia o sean de química y si reconocemos, también, que es éticamente indispensable sumarnos a la transformación de la construcción de las relaciones opresivas entre unos y otras, habría que comenzar a preguntarnos de qué manera, desde la docencia, estamos abonando a ese currículo y de qué manera podríamos hacer apuestas que nos permitieran visibilizarlo e irle arrebatando, gesto a gesto, el lugar de opresión en que construye los aprendizajes y las cotidianidades de las jóvenes en cuya formación participamos.

Debido al tiempo estipulado para mi participación, me atrevo a dejar apenas esbozadas dos ideas respecto a lo anterior:

1.- Todo lo que hace el cuerpo educativo de cualquier espacio educativo es pedagogía, pedagogía, a veces del ejemplo y a veces de la desesperanza.

Docentes y personal administrativo que acosan, que tocan el cuerpo sin autorización, que opinan sobre el aspecto, el peinado, la ropa, el maquillaje, o las formas corporales; que repiten argumentos biologicistas sobre los destinos de los hombres y de las mujeres, incluso sobre la heterosexualidad obligatoria; que exigen a las estudiantas uso de zapatos con tacón alto o portar determinadas prendas para aprobar sus clases; que permiten e incluso fomentan tratos discriminatorios en los espacios a su cargo; que seleccionan chicas como edecanes o recepcionistas en los eventos, que designan sólo varones como jefes de equipos o de grupos, que repiten estereotipos, que critican a trabajadoras, docentes y jovencitas cuando son madres o se complican sus tareas debido a la maternidad, que revictimizan a quienes han padecido algún tipo de violencia tratando de intelectualizar o argumentan que “ella se lo buscó”, que declaran que si su hijo sale “puto” lo matan; quienes critican a la estudianta con embarazo no planeado, pero invisibilizan que el estudiante no pasa una pensión, no colabora en la crianza o discursivamente lo desresponsabilizan; que a las mujeres docentes de cualquier asignatura les identifican sin grado académico “miss” o le llaman por su nombre, mientras al docente le reconocen el “maestro”.

Docentes y personal administrativo que, incluso, acuden a capacitaciones en género, pero que en el aula recomiendan no hacer caso a las reflexiones sobre las inequidades de género; quien declara ante el grupo: “¿por qué quieren privilegios hablando de feminicidio, a ver por qué no hablan de machicidio?”. Quienes, sin formación adecuada, pretenden impartir clases o conferencias “de género” repitiendo prejuicios y lugares comunes; quienes utilizan la palabra “feminazi” para denostar los trabajos por justicia para las mujeres; quienes al nombrar un problema que padecen las mujeres enuncian: “pero los hombres también…”, sin reconocer la necesidad de la visibilidad de un fenómeno concreto; quienes equiparan el machismo con el feminismo; que se niegan a utilizar lenguaje incluyente con excusas de academias anquilosadas.

Docentes y personal administrativo, que piensan y actúan como si la violencia en el noviazgo no tuviera nada que ver con la formación que impartimos, que solapan a estudiantes golpeadores o agresores, que actúan como si nada hubiera ocurrido ante un estudiante golpeador o violentador; que, algunos de ellos mismos, son golpeadores, acosadores o agresores….

Todas ellas y todos ellos, sin duda son eficaces en generar el aprendizaje de la desesperanza[4], muestran cómo se ha mantenido hasta hoy el estado de las cosas y cómo se construye un aula, una escuela, una comunidad y un mundo en la naturalización de las opresiones.

2.- En tanto, si damos acuse de recibo sobre la responsabilidad humana que conlleva el ser parte implicada en la formación de generaciones enteras y si asumimos que podemos aportar de manera consciente y politizada hacia la construcción de emancipaciones para quienes han ocupado el lugar de la opresión, entonces podríamos plantearnos principios, como el ir desmontando las prácticas expuestas en líneas arriba cuando las reconocemos, pero también, entendiendo que es preciso que trabajemos por una revolución educativa en las aulas.

Reconociendo que en su principio histórico las aulas fueron concebidas para varones y que hay ya un camino recorrido cuando esas aulas son ya ocupadas por las mujeres, pero que ya no basta con que se les asigne un pupitre. Es necesario que hoy las aulas comiencen a poder construirse en femenina. Es decir, que el currículo explicito nombre a las mujeres y las reconozca, que brinde referentes, espejos y lugares reconocimiento a las propias estudiantas, pero, también, mirando hacia un horizonte próximo en donde se comiencen a impartir de forma explícita e implícita propuestas de formación antipatriarcal, que se cuestionen de manera sistemática los estereotipos, que se desanclen explícitamente de los cuerpos y las psiques de docentes, administrativas, trabajadoras y estudiantas, que propongamos estrategias en donde nos involucremos en acciones efectivas en la forma en que se enfrenta la violencia contra las estudiantas en los hogares, en el traslado a la escuela, durante su estancia, frente al acoso cibernético, en la prevención de los feminicidios y de las violencias todas.

No se trata de invisibilizar a los estudiantes, como maliciosamente se rumora desde las visiones más retrogradas, cuando se invita a pensar en una educación antipatriarcal, sino a asumir el reto histórico de visibilizar a las mujeres, aportes, necesidades y la historia política de nuestras resistencias. En este punto y para concluir, me permito tomar algunas de las palabras de la pensadora Claudia Korol que utiliza para explicar la educación popular, pero que yo recojo para pensar, paralelamente, en una educación antipatriarcal que enfrente a la pedagogía masculinista de la desesperanza: “Es una pedagogía de la libertad, frente a las que refuerzan la alienación. Es una pedagogía que hace del acto de enseñar y aprender, una de las tantas maneras de comprender y transformar el mundo. Es una pedagogía del placer, frente a las que escinden el deseo de la razón. Es una pedagogía de la sensibilidad, de la ternura, frente a las que enseñan la agresividad y la ley del más fuerte…” (Korol, 2006:24).

Aulas en femenina, para pensarnos e inventarnos el resistir y emanciparnos de los sistemas racistas, sexistas, económicos, adultocentristas, heterocentrados y todos aquellos que nos invisibilizan, atomizan y convierten en engranajes al servicio del estado de las cosas, que nos asesina. Revolución educativa para mantenernos vivas.



REFERENCIAS

MISTRAL. G. (1979). Magisterio y Niño, Ed. Andrés Bello. Chile

SELIGMAN. M. (1983). Indefensión, Ed. Debate, Madrid.

INSTITUTO NACIONAL DE ESTADÍSTICA Y GEOGRAFÍA (2017). “Estadísticas a propósito del Día Internacional de la Eliminación de la Violencia Contra la Mujer (25 de noviembre)”.

http://www.inegi.org.mx/saladeprensa/aproposito/2017/violencia2017_Nal.pdf

KOROL. C. (2006) Pedagogía de la resistencia y de las emancipaciones,

http://biblioteca.clacso.edu.ar/clacso/gt/20101019091139/7Korol.pdf

Consultado en noviembre de 2017.



[1] Institución patriarcal que por medio de mecanismos de disciplinamiento y control naturaliza la heterosexualidad como “deseo” para asegurar la lealtad y sumisión emocional y erótica de las mujeres respecto a los varones (Rich, 1985: 11) y agrego: con el fin de mantener los sistemas económicos y políticos que en esta lealtad y servicio se sostienen.


[2] “workilómeters” es un término acuñado por la mercadotecnia. Aproximadamente uno de cada 10 trabajadores del Valle de México está en esta situación.




[3] De acuerdo con un anuncio del INEGI este 24 de noviembre de 2017


[4] La “desesperanza aprendida” es un término acuñado por Martin Seligman que se refiere al convencimiento de los individuos sobre que “nada puede cambiarse”, que se haga lo que se haga no se encontrará solución. En este caso, se convence a las generaciones en formación de que los mandatos de género, así como abusos de poder otras opresiones que se imbrican en estos casos, y todas sus violencias son ineludibles.

sábado, 2 de diciembre de 2017

EL DESEO POSIBLE

(Breve nota autobiográfica de una prófuga de la heterosexualidad obligatoria)


Patricia Karina Vergara Sánchez 

pakave@hotmail.com

Cuando yo era niña, era todo un cabroncito. No encuentro otra palabra para definirme. Subía a los árboles -especialmente a una higuera viejísima a la cual tenía prohibido subirme-, espantaba a las gallinas o dejaba escapar a los conejos, inventaba travesuras. Mi hermano y yo tenemos once meses de diferencia de edad, así que siempre jugábamos juntos, pero yo era la insoportable. Si había algún desperfecto o una travesura imperdonable, siempre era yo la culpable (aunque creo que alguna vez no fui yo). Mi hermano, a veces me seguía y a veces me acusaba, pero lo cierto es que lo intimidaba y terminaba por convencerlo de acompañarme a alguna aventura peligrosísima. Era yo la que se subía los juegos, la que se montaba al caballo, la que corría el auto de pedales de mi hermano a toda velocidad, la que robaba los camioncitos de construcción amarillos -que mi abuela le compraba a él, al salir de misa- y jugaba a construir grandes edificios, también me robaba el camión que le habían traído los Reyes Magos para tener aventuras en el patio, era yo la que a los cinco o seis años brincaba la barda para ir a jugar a la casa vecina…. Era valiente, intrépida, indomable, respondona. Rara vez me regañaban, fui muy consentida. Por supuesto, yo era el orgullo de mi padre, sólo me faltaba un grado para ser niño. Los adultos lo sabían, pero yo no, ni siquiera me planteaba que hubiera una diferencia entre mi hermano y yo, entre ser niño o niña. Ahora, me alegro mucho de haber nacido hace décadas, de lo contrario ya me estuvieran hormonando por lo “masculina” que resultaba.

Como eso no sucedió, al paso del tiempo tuve mis dosis de introyección de la feminidad. Las fotos de mi infancia son documentos interesantes. Mi hermano y yo siempre vestíamos igual: overoles, pants, pijamas, shorts. Pero, cuando comenzamos a crecer, para los días “especiales” a mí me cambiaban de atuendo. Aún recuerdo la pelea entre mi abuela y mi madre porque mi abuela priorizaba la comodidad y que estuviera calientita y mi mamá quería llevarme a su evento con un vestido de hombros descubiertos. Vestidos tuve cinco, que recuerdo particularmente, mi madre los compraba para fiestas y días formales. Hubo dos que me gustaron mucho. Uno porque mi cerebro de niña lo hacía igualito al de Alicia, del País de las Maravillas y uno azul que era maravilloso porque cuando yo giraba la tela volaba y volaba y me sentía parte del viento. Por supuesto, tuve muñecas y platitos, cientos y cientos -tengo la impresión-. 

Toda mi infancia traté de combinar aceptablemente los mandatos de la feminidad con mi machorrez, pero nunca supe estar lo bastante peinada, ni limpia, ni entender las modas, ni logré vestirme, comportarme o parecerme a las demás. A los 10 años me pasaron dos cosas maravillosas: tuve una bicicleta y me mudé frente a donde vivía Mariela, que también tenía 10 años y era tan machorra como yo, Los vecinos la apodaban “Luis Miguel” por la melenita y la pinta de niño que tenía. Jugábamos carreras en bici, íbamos a pescar al lago, pedaleábamos mucho más lejos de donde teníamos permitido, jugábamos luchitas en la colchoneta… y, al paso de los años, nos besamos.

Mariela no fue la primera mujer o niña con la que me besé. También, a los cinco años, me besaba con una vecinita que se llamaba Tania, atrás de la higuera de mi abuela, al lado del gallinero.

A los siete años Yani, una vecinita de mi edad, insistía en que nos bañáramos desnudas en su casa y luego me secaba el cabello con la secadora para que no se dieran cuenta en la mía que nos habíamos bañado, hasta el día en que se descompuso la maldita secadora. Evidentemente, era un juego de exploración entre dos niñas, pero lo que más conservo es la sensación de ternura en el recuerdo. La mamá de Yani, insistía en decir que su hijo era mi novio, ni siquiera me acuerdo de la cara del hijo. Instintivamente, yo no contradecía a la señora. 

En el jardín infantil me encantaba mirar a una niña que se llamaba Sol, que era, me parecía, la más hermosa y sus ojos brillaban mucho. La maestra me dijo que me gustaba Chucho, el chico que se sentaba al lado de Sol. Yo ni siquiera sabía que me gustaba Sol, sólo sabía que era lindo mirarla. Cuando la maestra me dijo que me gustaba Chucho, empecé a mirarlo también, pero Sol era linda y me gustaba su olor.

No es que yo fuera lesbiana desde pequeña o que diera un significado específico a esos sucesos, hasta me costó acomodar en el rompecabezas de mi propia historia esos recuerdos que parecía incoherentes, porque no encajaban en mi propia idea de mi heterosexualidad, Incluso llegaron a hacerme sentir avergonzada. Sin embargo, tengo muy claro que siempre hubo amigas que me parecían tremendamente hermosas, unas me provocaban más afecto y, algunas, más ternura que otras. Había quienes me provocaban un sentimiento especial, me parecía que quería abrazarlas, tocarlas, pero no entendía para qué. Yo no sabía ni siquiera que dos mujeres podían atraerse, no creía que pudieran amarse, lo que se entendía por amor en el sentido romántico entonces. Mucho menos me pasaba por la cabeza la idea de la sexualidad entre dos mujeres.

Creo que a Mariela y a mí, nos pasó algo similar. A pesar de la vida de machorrez, a pesar de tenernos una al lado de la otra, nos faltó imaginación para pensar que podríamos encontrarnos de otras maneras o nos pesó más la censura no explicita, pero bien implícita que obliga a concebir el mundo en la heterosexualidad. El tema es que ambas, casi al mismo tiempo nos transformamos en el aspecto, en la actitud y nos pusimos a dar nuestro afecto y sexualidad a dos jóvenes. Ella con él se casó, tuvo una hija y sigue en esa relación.

Recuerdo, la primera obligación para socializar en esa época y lugar era que te gustara un cantante pop y llenar tu habitación de posters con su imagen y suspirar con sus canciones en el aparato de sonido y, entonces, eras amiga de todas sus fans y rival de las que admiraban a otro. Interpreto esos momentos como los primeros de expresión, en donde mostrábamos el fruto de la socialización de toda nuestra infancia en la heterosexualidad. 

Recuerdo, también, en una etapa inmediata después o paralela, que, en los círculos de amigas, en la escuela y en las fiestas no se podía socializar si no era charlando cuánto se “sufría” por algún chico y la consigna era sufrir, llorar, emborracharse interactuar, tener largas charlas sobre qué habría querido decir con tal o cual frase o cuando miró hacia nosotras al pasar, ¿Le gusto o no le gusto? ¡Cuánta desesperación por gustar!

Igualmente, horas preguntándose si él estaba enamorado o no y responder test de revistas del corazón para saber si era “el chico ideal” ... Éramos círculos y círculos de mujeres jóvenes que no se miraban entre sí, que estaban juntas para rendir culto a la heterosexualidad y para entrenarnos unas a otras en renunciar a todo en nombre del amor. Como yeguas atadas en fila, jalando una misma carreta, al lado una de otra, pero con los ojos cubiertos para que no nos pudiéramos mirar al lado, apenas caminábamos juntas ese sendero ya trazado.

En esa misma época aprendí a maquillarme, a vestirme y a aparecer medianamente aceptable para los estándares que la feminidad exigía de mí, ante amenaza de exclusión, la sanción social que se hace a la “fea”, a la que no encaja, a la que no tiene hombre que la tenga. 

Me conseguí un novio y aprendí a enternecerme con cada gesto que él hacía y que mi entorno me hacía saber que era generoso y creí que eso era el amor. ¡Te trajo flores, es tan tierno!, ¡Te llevó a cenar, es tan dulce!, ¡Te dio un anillo de compromiso, es amor verdadero! ¡Es tan atento, tan indo, tan delicado! Para ser honesta, sí era atento, lindo y delicado. Sólo tenía que ofrecer mi cuerpo, mi trabajo de cuidado y mis afectos a cambio de esa generosa atención. 

Pude quedarme ahí, como Mariela. Hasta pude ser feliz, como, ojalá, lo sea Mariela. Incluso, pude tener algunas “aventuras” con mujeres, que estoy segura de que a él no le habrían incomodado e, incluso le habrían erotizado, porque, en el mundo heterosexual, el afecto y el sexo entre mujeres no es “verdadero” sexo, por lo tanto, mientras él siguiera siendo el hombre de esa relación, todo aquello que yo hiciera o viviera terminaría siendo capitalizado para su beneficio y disfrute.

Evidentemente, todo eso no lo pensaba a los 18 años. Yo sabía que tenía un novio envidiable, que era satisfactorio el sexo y que me hacía sentir amada y que nos casaríamos y que viviríamos en la casa que su familia nos iba a heredar y que por qué no me embarazaba ya, que sería tan lindo y que teníamos la vida de cuento asegurada.

La familia de él se oponía a que yo entrara a la universidad, para qué si su abuelo estudió hasta la secundaría y ya veía yo, todos le decían “ingeniero”. Creo que algo intuían porque lo que a mí me echó a perder fue que entré a la universidad y vi la vida de otras mujeres en otros lugares. Nadie me lo dijo. No había esos debates en las redes sobre la heterosexualidad obligatoria y la posibilidad de desafiar al régimen heterosexual, pero ocurrió algo mucho peor que las palabras: Yo las vi a ellas.

Vi mujeres viviendo sin marido, vi mujeres viviendo entre ellas, vi académicas y no académicas con palabras poderosas y que decidían sobre sus vidas sin pedir permiso a nadie. Afortunadamente no había redes sociales en ese tiempo porque habría creído, como creen algunas hoy, que el feminismo “más extremista” eran largos discursos en lugar de ver la vida cotidiana como un hecho concreto. Fui a sus casas y vi historias de años en autonomía y autoderminación y supe de sus luchas y tuve probaditas de la vida en el feminismo y desee esa vida para mí y supe que eso no podría ser con él, nunca, por más bueno que fuera él. 

No era malo, ni grosero, ni más violento que un hombre promedio, era guapo y simpático, era lo que toda madre desea para su hija y llevábamos años juntos. Eso hizo más difícil dejarlo, pienso. Nadie me lo pidió, nadie lo exigió, nadie siquiera lo sugirió, pero yo supe que tendría las alas cortadas a su lado. Ahí comencé a desvestirme de la heterosexualidad.

La otra parte difícil fue la de la sexualidad. En ese momento todavía no me pensaba la lesbiandad como una toma de postura política. Era parte de toda una gama de cosas nuevas que estaba conociendo y experimentando y decidí probar, saber qué se sentía, qué de ello volvía tan poderosas y peligrosas a esas mujeres que comenzaban a rodearme y que hablaban de sí, entre sí y no de ellos, que se acompañaban en una especie de cultura subalterna.

Cuando hablo de este momento de mi vida, siempre fanfarroneo contando cómo fui yo la que sedujo a quien luego sería mi primera pareja, cómo me le metí en la casa a ver supuestamente una película y terminé en su cama. Lo que nunca cuento es que, como a muchas, la crianza en la heterosexualidad me mutiló la imaginación, y nunca, ni en mis fantasías adolescentes me imaginaba cómo sería la sexualidad con otra mujer. ¿Qué se hacía? ¿Cómo se hacía? ¡Tenía pavor! Compré al menos tres revistas pornográficas intentando saber. Dinero pésimamente invertido, porque no obtuve información. El vértigo en la panza no era sólo porque iba a atreverme a insinuarme, sino porque si ella decía que sí, no sabía yo qué seguía. Me consolé diciéndome que sólo buscaría un beso y que ya lo demás sería en otra ocasión, mejor informada. Afortunadamente mi inexperiencia era evidente y, más afortunadamente, ella fue la mejor maestra del mundo.

Este no fue el final feliz de la historia. Vinieron años turbulentos. Si bien la magia de las relaciones sexuales, afectivas y políticas con otras mujeres me elevaba por los cielos, la heterosexualidad aprendida en los modos sexuales, de relacionarme, en las expectativas, en el amor romántico y, sobre todo, el capital social que implica vivir en relaciones heterosexuales, me hizo elegir vivir una relación hetero con “eventuales” relaciones con mujeres. 

El que fue mi compañero en esos años, sería hoy un “feministo.” Es el progenitor de mi hija. Buena persona, sensibilizado en cuestiones de género y sabía de mis “gustos” por otras mujeres, compañero con el que mucho tiempo compartí los mismos pisos políticos, hasta un poco heroico por sus compromisos y actuancia política. Éramos la pareja progre ideal. ¿Cómo se deja a un hombre así? 

“¡Es el padre de tu hija, por dios!”

En esa época vivía yo en la selva, tenía dos amigas con las que me articulaba políticamente. Sólo dos porque yo estaba, estábamos, alejadas y aisladas de todo. Nos veíamos de madrugada, como las brujas, por ciertas situaciones políticas específicas. Sin embargo, pese a las dificultades, nos sabíamos unas para las otras. Me sentí amándolas mucho, amor político intenso. Mientras otres hacían su insurgencia en otro lado, nosotras éramos insurgentas a lo chiquita, íntima, de pensamiento, pero de pensamientos que cambiaron mi vida.

Ese amor y el encuentro con ellas y con otras amoras del pasado, me hacía cuestionarme más y más qué hacía yo compartiendo mi vida política y afectiva en un lado y compartiendo mi vida amorosa y sexual con otro, por más coincidencia que con él pudiera tener.

Así, un día decidí, como decisión consciente y politizada dejar de compartir mi cuerpo, mi trabajo y cuidados con él. Me fui de ahí. Fue una ruptura muy dolorosa, porque yo le quería mucho, pero sabía que para mi vida quería otra cosa y para la vida de mi hija quería darle una maternidad distinta a las que conocía, aunque no sabía bien cómo era. 

De todas las elecciones políticas turbulentas que hubo en este país a finales de los noventas, la mía, privada y poco ruidosa, fue privilegiar el encuentro con las mías y compartir mi tiempo, cuidado y afectos en desobediencia permanente a la heterosexualidad obligatoria. Una obrerita del patriarcado, una nomás, de brazos cruzados, negada a sostener con el trabajo de su cuerpo el sistema mundo del patriarcado. Cierto que no he sido nunca más que una piedrecilla insignificante, pero al paso de los años me carcajeo cuando descubro cómo las piedrecillas en los zapatos dificultan el paso de quienes tienen el poder.

Luego, vinieron otros conflictos, mi ir y venir de los mandatos de la feminidad, eso y el racismo y la lesbofobia y la gordofobia que se han cruzado de muchas formas en mi cuerpo y mi vida, y cuando he tenido encuentros de vida con lesbianas violentas y cuando las “compañeras feministas” venden sueños por tres pesos o el constante confrontarme con esas incongruencias y mis propias contradicciones. Todo ello, da lugar a otros análisis y discusiones, pero lo que quiero hoy es contar que han pasado ya casi 18 años de que me declaré prófuga del mandato heterosexual y no me he arrepentido ni un segundo de esta elección. 

Hoy vine a hacer este recuento rapidito de cuando fui hetero, en otra vida, para compartir, por si a alguien le sirve, que yo sí dejé la heterosexualidad por elección politizada y que sí me inventé otros modos de desear y ser deseada.

En el contexto actual, de recientes discusiones de quienes dicen participar en diversos feminismos, algunas dolosas, otras desde la clara lesbofobia y algunas otras sólo poco informadas, quiero usar este espacio también para compartir cinco puntos con los que me he quedado reflexionando:

1.- El concepto “orientación sexual” viene de la sexología, legitimada por su cercanía con el Modelo Médico Hegemónico, que tiene muchas aristas a cuestionar, en tanto individualista, mercantilista, ahistórico, autoritario…. Sin embargo, es preciso reconocer que la función de la idea de “orientación” en la sexualidad fue importante históricamente hace más de veinte años como elemento de defensa y de consecución de los derechos humanos para el colectivo LGBT y ahí su aporte histórico, pero hasta ahí, no es la única posible manera de abordar la forma en que se desea y se obtiene placer para las personas.

2.- Desde otras miradas, que van desde teorías sociales construccionistas y estructuralistas e, incluso, ideas psicoanalíticas, psicodinámicas y, por supuesto, feministas, nadie nace con una “orientación”, sino que toda unidad anatomofisiológica, ser humana con vida, tiene la posibilidad de sentir placer y responder a estímulos en tanto terminaciones nerviosas tenemos. Sin embargo, el condicionamiento o construcción social nos enseñan a que aquellas que nacimos con vagina sólo podemos permitirnos sentir y erotizarnos cuando somos tocadas por sujetos que poseen pene.
(Antes que alguien trate de invocar al "instinto" y la necesidad biológica del encuentro sexual para la reproducción, les recuerdo que el coito y su función para la posible unión entre óvulo y esperma dura dos minutos, cuando mucho, y es, principalmente, un ejercicio mecánico para las mujeres y que no está necesariamente ligado al placer)

Un ejemplo concretito
 del condicionamiento en la heterosexualidad es la idea freudiana de que las mujeres debemos tener orgasmos en la vagina para ser sexualmente maduras, es decir, poner como secundario el placer clitoriano y obtener placer al ser nuestras vaginas estimuladas por un pene, ser, literalmente, la vaina, la funda del pene. Hoy en día, el imaginario social es que el placer de las mujeres depende del tamaño del pene que se introduce en su vagina.

Atención, estoy hablando de aquellas que nacimos con vagina, porque en el patriarcado depredador se enseña a quienes nacieron con pene a eyacular en donde mejor le plazca, sea vagina, ano o esfínter animal (por eso no hablo solamente del régimen heterosexual[1] y sí hago énfasis en reflexionar de heterosexualidad obligatoria[2], que es introyectada específicamente sobre las mujeres)

Entonces, pues, ninguna mujer nace con una orientación sexual hacia ningún lado, nacemos con la capacidad del placer y somos condicionadas hacia una sola manera de concebirlo en este sistema, porque concebir el placer -y la vida cotidiana- dependiente de un sujeto con pene, nos tendrá constantemente sujetas a servirle sexual, afectivamente y en labores de cuidado.

Hay algunas que, por múltiples veredas, consciente o inconscientemente, desde muy jóvenes, niñas apenas, logran escapar a esos mandatos, a esos condicionamientos y los cuestionan o desobedecen. De ellas, hay quienes se mantienen prófugas toda la vida, resisten, y hoy declaran, con hermosas sonrisas, que fueron lesbianas desde pequeñas, tal como si lo portaran en la piel.

Habemos quienes en algún momento fuimos asimiladas, atrapadas por el sistema heterosexualizante y pasamos años de nuestras vidas creyéndonos heterosexuales y nos fue muy difícil escapar de esa construcción, pero lo logramos, e incluso hoy podemos rescatar de nuestras historias esos momentos de desobediencia que nos fueron alumbrando el trayecto. Así, nos reivindicamos lesbianas.

Hay otras que nunca cuestionan o que aún cuestionándose nunca escapan o algunas defienden rabiosamente haber nacido en dependencia y complementariedad de un sujeto, o muchos, con pene y tal vez recuerden, tal vez no, que tuvieron o tienen momentos de desobediencia esporádica. 

Hay tantas más que se cuestionan, que desean salir del mandato heterosexual, pero situaciones de dependencia económica, situaciones laborales, la amenaza real de perder a sus hijos o la situación social, cultural, política o legal del país se los dificulta y en muchas ocasiones, lo vuelve imposible. Sin embargo, muchas de ellas encuentran momentos, símbolos y gestos radicales de desobediencia.

3.- Cuestionar a la heterosexualidad obligatoria y al régimen heterosexual, plantear la elección sexual como un acto político y posible, no equivale a apoyar las terapias de conversión de los conservadores. La diferencia es obvia, pero voy a explicarla:

Las terapias de conversión son aquellas en las que desde el poder que da la hegemonía heterosexual se tortura a gays y lesbianas y lo que buscan es atrapar a quienes desobedecen al régimen heterosexual y obligarlos, mediante coerción y violencia, a someterse a ese régimen y cumplir el papel asignado en el patriarcado.

Quienes invitamos a cuestionar a la heterosexualidad obligatoria y al régimen heterosexual, proponemos -desde nuestra mera voz no hegemónica y que no puede obligar a nadie a nada-, desmantelar la forma en que se nos convierte, sobre todo a las mujeres, en servidoras el sistema político, económico, social y cultural.

4.- Desnaturalizar la idea de que aquellas nacidas con vagina existimos en el mundo para recibir los penes y las eyaculaciones de los hombres y, curiosamente, de manera paralela hacerles todo el trabajo reproductivo que mantiene girando la economía del sistema de producción en el que habitamos, es crítica directa al sistema patriarcal y al sistema capitalista que mantienen su actual binomio de depredación, destrucción y muerte. Esto es un aporte concreto del lesbofeminismo, que tiene ya muy larga genealogía.

5.- Sólo por insistir: 

Desde un punto de vista biológico, tenemos epidermis reactiva y terminaciones nerviosas que no distinguen el genital de quien les estimula, pero las personas no somos sólo entes biológicos, si no biopsicosociales. El centro de la cuestión tiene dimensiones éticas y políticas. Sobre las posibilidades de los cuerpos se construyen subjetividades, en particular sobre los cuerpos de las mujeres, habría que preguntarse cómo y para qué se construyen, con qué fines se le construye en la censura del deseo hacia otra con genitales semejantes. 

Siguiendo la idea, toda aquella nacida con vagina, tiene la posibilidad de desear, erotizarse y sentir placer con cualquier otra nacida con vagina. Sin embargo, en tanto que socialmente se presupone que su cuerpo de mujer tiene capacidad paridora[3], se construye política, social y culturalmente una subjetividad que le compulsará a creer que sus terminaciones nerviosas sólo reaccionaran al estímulo de sujetos cuyo cuerpo tiene un pene y, así, se aseguran sus servicios de cuidado y trabajo para el bienestar de ese sujeto y para que los hijos o hijas que vaya a parir le pertenezcan a él, en el eterno culto al padre, que es ese sujeto con pene al que se han asegurado de hacerle creer le debe el placer y el amor. 

Algunas lograron evadir el mandato desde muy pequeñas; otras nos tardamos años en escapar, unas más y otras menos. También, hay muchas que nunca han creído posible evadirlo. Otras están en el intento ahora de librarse de la obligatoriedad de la heterosexualidad, ojalá lo logren. 

[1] Concepto acuñado por Monique Wittig en donde muestra que existe una estructura de la cual devienen una serie de instituciones procedimientos y valores que sustentan el poder de la heterosexualidad que controla a las sociedades contemporáneas, asignándolas a existir en dependencia y a agruparse por parejas en donde se asignan distintas tareas según el sexo de cada individuo. Así, la dimensión estructural de la heterosexualidad le confiere un poder organizativo de la vida en sociedad, por lo tanto, ese poder es político. 


[2] Institución patriarcal que por medio de mecanismos de disciplinamiento y control naturaliza la heterosexualidad como “deseo” para asegurar la lealtad y sumisión emocional y erótica de las mujeres respecto a los varones (Rich, 1985: 11) y yo agrego: con el fin de mantener los sistemas económicos y políticos que en esta lealtad y servicio se sostienen. 


[3] La presunta capacidad paridora se refiere a que sobre prácticamente todos los cuerpos que nacen con vulva, se presupone que tendrán la capacidad de engendrar y parir al crecer, por lo que socialmente, se les prospecta el destino de madres. Cuerpos de mujer sobre los que desde la primera infancia se asignan culturalmente y físicamente tareas de cuidados y de servicios que sostienen gratuitamente al sistema político y económico patriarcal. La presunta capacidad paridora ha sido explicada en “Sin heterosexualidad obligatoria no hay capitalismo” y en “Apuntes sobre lesbofeminismo: notas sobre separatismo”. Ambos en http://ovarimonia.blogspot.mx/